-Mamá...hay un basilisco bajo mi cama.

Sara apenas prestó atención, sumergida la cabeza en una revistita de chismes.

-Mátalo con un periódico...y limpias.
-No quiero matarlo ¿Puedo quedármelo?

Aarón miró a su mamá con los ojos muy abiertos y un libro de Borges entre sus manitas. “¡Este niño y sus cosas!” pensó Sara... “¿de dónde saldría tan raro?... como un bicho azul”

-Ya sabes que no podemos tener mascotas, el departamento es muy chico... sácalo al pasillo... alguien lo recogerá.

Aarón suspiró. Hace tiempo que había comprendido que con su mamá jamás iba a poder entenderse ¡y el basilisco era tan manso! Bajaba los ojos apenas se acercaba a darle agua o migas de pan.

Le hubiera gustado quedárselo. Pero obedeció a su madre, y salió con el bichito raro envuelto en una manta, mientras Sara encendía el televisor de la cocina para ver la telenovela. Aarón se quedó en la puerta, mirando la manta tirada en medio del pasillo oscuro.

Esa noche no soñó nada.

-¿Mamá?- Nadie le respondió. Fue a la cocina... y vio el vaso de leche sobre la mesa, junto a la nota de siempre: “Fui al pan. No tardo”.

Pero sí tardó.

Abrió la puerta de la calle. Nada. Desierta como un domingo. No se movía ni la hoja de un árbol. Tomó el rumbo de la escuela.

Ni un alma.

Al doblar la calle, se topó con una hilera de estatuas que bordeaba el jardín. Al final de la calle, la encontró... ahí estaba mamá, sentada en una banca, descansando con la bolsa de pan sobre el regazo.

Inmóvil y sonriente.

Aarón se puso feliz.

Supo que el basilisco podría quedarse en casa cuando lo vio salir de la bolsa, con el hocico lleno de migas y los ojos mansos, mirando al piso.

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